Donde robar se convierte en negocio
Aún no he tenido la suerte de estar en la cárcel, tampoco he hecho algo por ello, pero ayer sentí haber rosado sus esquinas, respirado su olor, pisado su tierra. A las siete de la mañana, la manzana que invaden, frente al hospital Dos de Mayo, ya está copada de productos robados, chatarras, utensilios, refrescos de sobre y comida barata al paso.
Cuando uno camina por sus calles se siente perseguido, que desde la puerta del callejón que acabas de pasar ya te están chequeando. Parecen francotiradores hambrientos. Uno así camina paranoico y hasta se olvida del fétido olor que emana de aquellos peculiares personajes, ‘los Cachineros’ de La Victoria.
Luego de que el municipio limeño los removiera, la vida en ellos no ha cambiado. Los mismos peligrosos personajes de antaño siguen esperando a sus víctimas en el lugar de siempre, en la misma esquina.
Los delincuentes insultan y amenazan a cualquiera que los moleste. A ellos les tienes que mirar bonito, con buena cara y, aunque sea, contar con una moneda de sol en tu bolsillo, por si acaso. Nada de que no tengo, porque, si no, se te vienen con todo. Esos son los más tranquilos, porque, los otros, te roban sin piedad.
Aquel barrio cerca de Manzanilla sigue siendo considerado como una zona de alto riesgo. Tan es así que a los habitantes solo les queda poner rejas, puertas dobles y vivir bajo cuatro llaves. Sus casas están sin tarrajear y en sus ventanas cuelgan todo tipo de prendas.
Cuando decides husmear el perímetro de la zona, volteas la mirada y notas que hay gente atrás que manosea lo que está en venta, y haces lo mismo. Le preguntas el precio a uno de ellos, te dice uno y al segundo te lo rebaja, pero luego te pregunta “cuál es tu oferta, tú pones el precio”.
Pero las cosas que ahí se comercializan no están muy cómodas. Por ejemplo, cuando le pregunté a uno de estos señores a cuánto me vendía aquel cuadro de marco marrón donde está retratada una virgen, me dijo, a secas y sin mirarme, “doscientos cincuenta soles, nada menos”. Tenía, pues, una gran razón: la pintura pertenecía a la Escuela Cuzqueña. Estaba intacta, lista para colgar y se podría decir que su decoración era de estilo barroco.
Por casualidad, a la otra esquina, divisé un saca corcho que estuve buscado por todas las tiendas del Cuzco en diciembre último. Claro, cualquiera diría “si acá en Lima hay bastante”. Sí, pero aquél era como una pequeña navaja, de siete centímetros de largo y dos de ancho, y de acero inoxidable.
Encontré uno en Metro pero a veinticinco soles. Obviamente no lo compré. Pero ese domingo vi el mismo abridor y pregunté su precio: diez soles. Para no perder la costumbre, no llevé dinero. El señor me vio muy interesado por el objeto. Yo lo tenía en mis manos, dibujaba con mis dedos su entorno y lo empuñé: cabía en mi él. Entonces, cuando me vio resignado, me dijo: “ven el próximo domingo, te lo dejo a cinco soles, estoy aguja”. Lo mismo me ocurrió con una batería original para mi cámara de video.
Así, con paciencia y cuidado, cualquiera de nosotros puede encontrar en ese lugar su billetera recién comprada o su zapatilla que se le baratearon en Gamarra o en Polvos Azules y hasta el polo que tu hermana adquirió en Riplay.
A “Tacora” acude gente que en su mayoría vive en Barrios Altos, El Agustino, La Victoria y Cercado de Lima. Las custer que pasan por ahí cierran sus ventanas y los pasajeros miran extraños a tanta gente que visita el lugar. Ahí, el calor, sumado al olor a basura, da dolor de cabeza.
Cuando uno rodea la manzana ve en las manos de cada vendedor una botella de cerveza, un anisado o un cuba libre, si no es uno de estos, cualquier licor de a sol que venden por ahí; por supuesto, esto último lo adquieren los que no ha tenido un buen día.
Poco a poco, los ‘cachineros’ se han apoderado nuevamente de las calles y veredas para seguir haciendo de las suyas. Entre ellos y los pirañitas parece haberse firmado un pacto: te vas a las 3 p.m. o te robo. Así decían los que a las 2.30 p.m. ya estaban guardando sus cosas. “no compare, tenemos que irnos antes de que salgan los pirañas pe, si no ya fuimos”.
La remodelación de Tacora comenzó hace más de un año y medio. La comuna capitalina rehabilitó el pavimento entre la avenida Grau y la avenida México. Para ello retiraron a unos nueve mil ‘cachineros’ que se resistían a salir de este mundo del hampa y la informalidad, según indica un diario limeño.
Mientras esta gente sigue viviendo al margen de la ley, sus ilícitos negocios siguen prosperando. A nadie les pagan, a nadie responden, y hacen de esas cuadras su centro de operaciones.
La policía está, pero no actúa, la ves pintada en una esquina, y, con seguridad, los serenos del municipio yacen tendidos en sus camas, luego de la tranca del sábado.
Apretadas calles, carretas oxidadas, humo tóxico, pasajes malolientes, comida barata, delincuentes, ratas muertas, droga y alcohol, eso es ‘Tacora’, donde todo se compra, todo se vende, donde todo se espera, hasta la misma muerte. Es tierra de nadie.
Cuando uno camina por sus calles se siente perseguido, que desde la puerta del callejón que acabas de pasar ya te están chequeando. Parecen francotiradores hambrientos. Uno así camina paranoico y hasta se olvida del fétido olor que emana de aquellos peculiares personajes, ‘los Cachineros’ de La Victoria.
Luego de que el municipio limeño los removiera, la vida en ellos no ha cambiado. Los mismos peligrosos personajes de antaño siguen esperando a sus víctimas en el lugar de siempre, en la misma esquina.
Los delincuentes insultan y amenazan a cualquiera que los moleste. A ellos les tienes que mirar bonito, con buena cara y, aunque sea, contar con una moneda de sol en tu bolsillo, por si acaso. Nada de que no tengo, porque, si no, se te vienen con todo. Esos son los más tranquilos, porque, los otros, te roban sin piedad.
Aquel barrio cerca de Manzanilla sigue siendo considerado como una zona de alto riesgo. Tan es así que a los habitantes solo les queda poner rejas, puertas dobles y vivir bajo cuatro llaves. Sus casas están sin tarrajear y en sus ventanas cuelgan todo tipo de prendas.
Cuando decides husmear el perímetro de la zona, volteas la mirada y notas que hay gente atrás que manosea lo que está en venta, y haces lo mismo. Le preguntas el precio a uno de ellos, te dice uno y al segundo te lo rebaja, pero luego te pregunta “cuál es tu oferta, tú pones el precio”.
Pero las cosas que ahí se comercializan no están muy cómodas. Por ejemplo, cuando le pregunté a uno de estos señores a cuánto me vendía aquel cuadro de marco marrón donde está retratada una virgen, me dijo, a secas y sin mirarme, “doscientos cincuenta soles, nada menos”. Tenía, pues, una gran razón: la pintura pertenecía a la Escuela Cuzqueña. Estaba intacta, lista para colgar y se podría decir que su decoración era de estilo barroco.
Por casualidad, a la otra esquina, divisé un saca corcho que estuve buscado por todas las tiendas del Cuzco en diciembre último. Claro, cualquiera diría “si acá en Lima hay bastante”. Sí, pero aquél era como una pequeña navaja, de siete centímetros de largo y dos de ancho, y de acero inoxidable.
Encontré uno en Metro pero a veinticinco soles. Obviamente no lo compré. Pero ese domingo vi el mismo abridor y pregunté su precio: diez soles. Para no perder la costumbre, no llevé dinero. El señor me vio muy interesado por el objeto. Yo lo tenía en mis manos, dibujaba con mis dedos su entorno y lo empuñé: cabía en mi él. Entonces, cuando me vio resignado, me dijo: “ven el próximo domingo, te lo dejo a cinco soles, estoy aguja”. Lo mismo me ocurrió con una batería original para mi cámara de video.
Así, con paciencia y cuidado, cualquiera de nosotros puede encontrar en ese lugar su billetera recién comprada o su zapatilla que se le baratearon en Gamarra o en Polvos Azules y hasta el polo que tu hermana adquirió en Riplay.
A “Tacora” acude gente que en su mayoría vive en Barrios Altos, El Agustino, La Victoria y Cercado de Lima. Las custer que pasan por ahí cierran sus ventanas y los pasajeros miran extraños a tanta gente que visita el lugar. Ahí, el calor, sumado al olor a basura, da dolor de cabeza.
Cuando uno rodea la manzana ve en las manos de cada vendedor una botella de cerveza, un anisado o un cuba libre, si no es uno de estos, cualquier licor de a sol que venden por ahí; por supuesto, esto último lo adquieren los que no ha tenido un buen día.
Poco a poco, los ‘cachineros’ se han apoderado nuevamente de las calles y veredas para seguir haciendo de las suyas. Entre ellos y los pirañitas parece haberse firmado un pacto: te vas a las 3 p.m. o te robo. Así decían los que a las 2.30 p.m. ya estaban guardando sus cosas. “no compare, tenemos que irnos antes de que salgan los pirañas pe, si no ya fuimos”.
La remodelación de Tacora comenzó hace más de un año y medio. La comuna capitalina rehabilitó el pavimento entre la avenida Grau y la avenida México. Para ello retiraron a unos nueve mil ‘cachineros’ que se resistían a salir de este mundo del hampa y la informalidad, según indica un diario limeño.
Mientras esta gente sigue viviendo al margen de la ley, sus ilícitos negocios siguen prosperando. A nadie les pagan, a nadie responden, y hacen de esas cuadras su centro de operaciones.
La policía está, pero no actúa, la ves pintada en una esquina, y, con seguridad, los serenos del municipio yacen tendidos en sus camas, luego de la tranca del sábado.
Apretadas calles, carretas oxidadas, humo tóxico, pasajes malolientes, comida barata, delincuentes, ratas muertas, droga y alcohol, eso es ‘Tacora’, donde todo se compra, todo se vende, donde todo se espera, hasta la misma muerte. Es tierra de nadie.